En la configuración de la identidad latinoamericana confluyen tres grandes grupos humanos, el autóctono o indígena, el europeo “civilizatorio” y el de origen africano. Con frecuencia el aporte cultural proveniente de los pueblos del África Negra ha sido subestimado, o poco valorado por los ilustrados que escriben la historia. En ocasiones ha sido sospechosamente dejado de lado. En esta comunicación intentaremos reivindicar una perspectiva que tenga en cuenta a los hombres y mujeres negros como agentes de la historia, no como accesorios.
¿Quiénes somos los latinoamericanos? ¿Qué significa ser argentino? No son preguntas que se respondan de una vez y para siempre. Aún aceptando el carácter provisional de toda definición de identidad, por inacabada, nos parece que hay algunos indicios históricos que pueden contribuir con este estudio de nuestro origen y cultura compartidos.
La presencia negro-africana en América es un hecho. Como se sabe, la dispersión de los pueblos africanos a escala masiva en nuestro hemisferio se produjo durante el período de tráfico de esclavos, entre los siglos XV y XIX
[1]. Provenientes de África Occidental, sobre todo de la región de Congo y Angola, los esclavos capturados pertenecían en realidad a diversas naciones, eran arrancados de su tierra natal para ser implantados en un espacio y organización ajenos. No tenían idea de su destino, imaginaban lo peor. Mezclados entre tribus rivales con el fin de evitar posibles rebeliones, perdieron contacto con sus raíces. Las deficientes condiciones sanitarias en las que llegaron los esclavos: hacinados en las bodegas, mal alimentados y sin higiene les causaron afecciones graves y una alta mortandad. Quienes sobrevivían a esta infernal travesía de dos meses, tenían todavía un destino incierto por delante.
En una sociedad en la que serían tratados como una “cosa”, como una mercancía, la famosa “pieza de indias”; los esclavos se verían pronto en la disyuntiva de luchar por su libertad o bien aceptar el orden de dominación impuesto. Esta dualidad en la conciencia del negro se mantiene aún después de la abolición. Ante su voluntad de integrarse y pertenecer a la sociedad del blanco y convertirse en alguien respetable, se oponen todavía una realidad discriminatoria y un orden de cosas que no ha cambiado en lo sustancial. Por eso es importante, para las generaciones venideras, barrer con ciertos mitos que se han erigido en torno a esta experiencia traumática.
Por mucho tiempo se mantuvo una perspectiva de la esclavitud como “punto cero” para la adaptación de estos pueblos africanos en tierra americana. Nosotros aquí vamos a suscribir a un enfoque llamado afro-céntrico. Es decir, que intenta “analizar la experiencia de los pueblos negros en el Nuevo Mundo dentro del contexto de su basamento cultural africano”
[2]. Este punto de vista tiene la ventaja de ofrecer una visión comparativa y global sobre la historia social y cultural de la Diáspora (africana).
Dicho de otro modo, es hora de poner negro sobre blanco.
Infelizmente preconceptos de raza continúan vigentes entre nosotros. Lo mencionábamos antes, en Latinoamérica la abolición no terminó con la condición de servidumbre de las comunidades negras. El racismo perduró en los proyectos de sociedad de la élites dominantes que reemplazaron a los colonizadores. Fueron rotas las cadenas, pero se construyeron nuevas ataduras...
La discriminación se mantuvo como un amargo resabio de una sociedad estratificada y eurocéntrica; se arraiga desde antaño en creencias y valores culturales de los cuales todavía debemos emanciparnos. Si bien ya no vivimos el tiempo de la esclavitud, continúa la hegemonía política y económica del capitalismo; recordemos que dicho sistema de explotación tuvo su importante etapa expansiva en el período que aquí tratamos.
La esclavitud en el Nuevo Mundo se convierte así en factor de acumulación originaria, junto con la conquista y usufructo de nuevas tierras (latifundio). Por eso, aunque formalmente se haya declarado la abolición de la esclavitud, la situación de los afro descendientes y de quienes pertenecen a comunidades indígenas no cambió en lo esencial. Ellos continúan siendo quienes poseen menos recursos: son los pobres, los marginados, quienes por esa misma razón tienen acceso restringido a la educación. No es mera casualidad.
Según Naciones Unidas, los descendientes de africanos representan el 30% de la población de América Latina y el Caribe, mientras que los indígenas representan entre el 8 y el 15%.
En Brasil un 46% de la población es de ascendente africano; después de Nigeria es el país con mayor número de afro-descendientes. La mayoría de ellos desocupados, y con pocas posibilidades de acceso a la educación universitaria. En el mercado de trabajo todavía tienen preferencia quienes detenten una piel menos oscura y cabello liso. La democracia racial se mantiene entonces como un mito.
En el Caribe nos encontramos con un panorama similar. Se sabe que el 90% de los esclavos importados por el tráfico infame fueron destinados a esta región y al Brasil, en función de seis producciones fundamentales: azúcar, café, tabaco, algodón, arroz y minería.
En el Río de la Plata su incidencia fue menor, pero más importante de lo que comúnmente se cree. Montevideo y Buenos Aires fueron ambos puertos de desembarco de los navíos negreros, como se llamaban entonces. Uruguay tiene hoy un 5% de la población que pertenece a la comunidad negra; quienes denuncian que no existe una política concreta por parte del gobierno para sacar a sus hermanos de la marginalidad e indigencia en que se encuentran.
Por último, si alguien piensa que en EEUU los afro-norteamericanos están mejor, le recomiendo que lea el reciente libro de Michael Moore, Estúpidos Hombres Blancos, donde encontramos una buena descripción de la sociedad norteamericana de hoy en día. El capítulo se llama “A matar blancos”.
Brevemente quiero darles ahora un panorama de la contribución negro-africana a nuestra identidad latinoamericana. En primer lugar me quiero referir a un tópico poco tratado: la reticencia del negro a la opresión. Según nos narra el historiador nigeriano Okon Edet Uya las primeras revueltas de esclavos se registran en pleno pasaje del Atlántico Medio. El autor nos relata: “La seguridad de los barcos era estrecha, y durante la mayor parte del viaje, los esclavos llevaban grillos en ambos pies y manos, y estaban amarrados todos juntos, con una cadena clavada al piso. En vista del encadenamiento y la estricta seguridad, es increíble que los esclavos se sublevaran. Sorprende más aún que se produjeran varios cientos de revueltas”.
Ya en América la resistencia a la esclavitud tomo la forma de rebeliones cuidadosamente planificadas y en ocasiones exitosas. El cimarronaje fue un fenómeno muy extendido desde los primeros tiempos de la conquista. (Tenemos noticias de rebeliones ocurridas en Santo Domingo en 1522 y en México en el año 1537). Por más de cuatro siglos las comunidades formadas por fugitivos, conocidas como “palenques” en Cuba, Colombia y Perú, “cumbes” en Venezuela, y como “mocambos” y “quilombos” en Brasil, bordearon las plantaciones de sus antiguos señores, constituyendo una verdadera amenaza para el sistema esclavista. Su magnitud varió desde pequeños asentamientos que sobrevivieron poco tiempo hasta poderosas comunidades-estado, con miles de habitantes, que perduraron por generaciones. Tal fue el caso del famoso Quilombo dos Palmares, ubicado en Alagoas, cuyo líder, Zumbí, resistió las incursiones de portugueses y holandeses por más 60 años. Estas “repúblicas de negros libres” son la prueba de que los africanos fueron capaces de organizarse de acuerdo a patrones culturales propios.
Entonces una primera contribución, yo creo que tiene que ver con la lucha por la emancipación y la igualdad. Una segunda contribución tiene que ver con el aporte económico, si acordamos con Agosti que el trabajo aparece como la condición inicial de toda cultura. En este caso el infame comercio de esclavos constituyó la base material para el desarrollo de nuestra “civilización”. Éstos no sólo realizaron las tareas más pesadas, sino que también se desempeñaron en oficios diversos, como artesanos y vendedores.
En otro orden, los afrodescendientes dejaron su impronta en el lenguaje, en las costumbres culinarias, en la religión, en las artes plásticas y en la literatura –recordemos al maestro Nicolás Guillén- y a nuestro Gabino Ezeiza, el más célebre payador del Plata, era además dramaturgo y periodista. Pero tal vez uno de los aspectos más significativos e insoslayable sea el aporte musical. Rumba en Cuba, Cumbia en Colombia, Tango, Candombe y Milonga en la cuenca del Plata (podemos citar también el malambo y la chacarera en nuestro interior), Samba en el Brasil son unos pocos ejemplos de esta continuidad en la herencia cultural proveniente de África. No se trata tan solo de meros estilos musicales, sino que en su sentido más profundo, son formas de expresión que nos ligan a un universo en el cual el individuo no está escindido de su comunidad, sino más bien lo contrario: a través del canto y de la danza se pueden resolver las tensiones y conflictos sociales inherentes a toda organización social
[3]. Qué paradoja: bailamos con orgullo nacional la música que una vez fue “cosa de negros”, pero a ellos no les restituimos aún la dignidad que merecen.
El mito de la Argentina blanca y europea.
Retomemos la pregunta por nuestra identidad ahora. ¿Quienes somos los argentinos?
Héctor P. Agosti, en Nación y Cultura, denuncia esta “vaga y desconcertante aura racista” con la que algunos compatriotas pretendieron distinguirse: “...se ha hablado de nuestra desamericanización. Seríamos el menos americano de los países de América, y no son poco los ideólogos argentinos (arrancando de Sarmiento y pasando por Ingenieros) que ven tal circunstancia como episodio favorable”
[4]. ¿Cómo se reconcilia este relato de nuestro supuesto origen europeo con el mito del “crisol de razas”? Evidentemente en dicho crisol, no todas las razas valen igual. En el mestizaje es preferible que se disuelvan las diferencias, y que un día nos olvidemos que fuimos negros, que fuimos indios... No sin razón, los investigadores que trataron el tema de los afro argentinos se han referido a ellos como “nuestros primeros desaparecidos”.
Leemos en el Martín Fierro: “A los blancos hizo Dios, a los mulatos San Pedro, a los negros hizo el Diablo, para tizón del infierno”.
Es común escuchar que aquí que no se discrimina, porque además “aquí no hay negros”... Lo cual es lisa y llanamente falso. Si bien es cierto que la comunidad afroargentina declinó sensiblemente a fines del siglo XIX, en la actualidad nos encontramos con nuevos inmigrantes provenientes de diversos países africanos: Senegal, Guinea Bisseau, Mali, y Costa de Marfil, entre otros. Existe, por otra parte, en Dock Sud y Ensenada una comunidad de caboverdianos de más de tres generaciones. También brasileños, peruanos y uruguayos, entre otros, de ascendiente afro se instalaron en Buenos Aires en los años recientes. ¿Pero qué pasó con “nuestros negros”?
Si bien es cierto que la presencia negra aquí no alcanzó la misma proporción que en otras partes de América, sí fue más numerosa de lo que estamos dispuestos a admitir. En un interesante trabajo, el historiador Rodríguez Molas nos relata como era la vida de los esclavos en nuestro territorio y nos brinda datos precisos. Su descripción echa por tierra aquella idea pintoresca de que nuestros negros fueron tratados benignamente. Tampoco es cierto que la esclavitud desaparece debido a las medidas adoptadas por la Asamblea General de 1813
[5]. En esa ocasión se decreta la “libertad de vientres”, pero hubo que esperar hasta 1852, cuando la asamblea constituyente sanciona la definitiva abolición.
En este período, entre 1850 y 1870, florece una cultura de la negritud en Buenos Aires. Según Emilio J. Corbière el socialismo llegó al Río de la Plata mucho antes que la corriente inmigratoria de origen europeo. Un intelectual negro, llamado Lucas Fernández, fue su precursor. Seis años antes de la fundación de la Primera Internacional en Europa, en 1858 Fernández creó y dirigió el semanario “El Proletario”, el cual expresó servir los “intereses de clase”, los de la “clase de color”. Recordemos que los negros en ese entonces no tenían acceso a la educación, y sus derechos estaban limitados todavía por su anterior condición. Por lo tanto, había todo un camino que recorrer para la verdadera vida en libertad.
“El movimiento –nos informa Corbière- se llamó Democracia Negra y se frustró porque se produjo el exterminio de la comunidad negra en los aciagos días de la epidemia de fiebre amarilla”. Y agrega: “La izquierda argentina está en deuda con esos pioneros negros, borrados de la historia y de la memoria. Salvo un trabajo del escritor Dardo Cúneo (El Primer Periodismo Obrero y Socialista en la Argentina, Editorial La Vanguardia, Buenos Aires, 1945) no se ha tenido en cuenta aquel movimiento precursor, mucho más vigoroso y expresión de las clases oprimidas de la época, que las referencias saintsimonianas de Esteban Echeverría y Sarmiento, estudiadas por José Ingenieros en la Evolución de las ideas argentinas”.
Corbière no es el único autor que considera que hubo un plan premeditado por parte de las élites dirigentes, para aislar y suprimir la población de color. Lucía Molina, una afroargentina de la ciudad de Santa Fe, narra como los hombres y mujeres negros, fueron “borrados de la historia”:
“De repente, como por arte de magia, hacia fines del siglo XIX habíamos desaparecido milagrosamente, para beneplácito de la sociedad en general. Respecto a esto es interesante un párrafo del informe del Censo de 1895: "No tardará en quedar su población (la del país) unificada por completo, formando una nueva y hermosa raza blanca producto del contacto de todas las naciones europeas fecundadas en suelo americano”.
Los historiadores intentan explicar la "desaparición" de los afroargentinos fundamentándola especialmente en la participación masiva que tuvieron en todas las guerras del siglo pasado. Nuestros abuelos fueron carne de cañón durante las invasiones inglesas de 1806-1807; cruzaron los Andes, muchos de ellos encadenados, integrando el Ejército Libertador del Gral. San Martín, llegando incluso hasta Lima; participaron en las innumerables guerras intestinas del país, y el golpe de gracia fue indudablemente la nefasta Guerra de la Triple Alianza contra nuestros hermanos paraguayos. Se agregan tres causas más: la importante mortandad, versus una baja natalidad, consecuencia de las pésimas condiciones de vida (es importante recordar la epidemia de fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires y especialmente a los afroargentinos)”
[6].
Eso fue en el año 1871. Si bien es cierto que la población negra de Buenos Aires se redujo notablemente, no es cierto que haya desaparecido, pues sabemos que entre 1922 y 1970 se congregaba en el célebre Shimmy Club. Y tenemos noticias que nos informan que en los años de la dictadura algunos afro-descendientes fueron re-ubicados en Ezeiza. (ver nota aparecida en el Clarín del 4/8/02). En suma, ellos continúan entre nosotros más o menos visibles.
Me llama poderosamente la atención que en esta ciudad no haya ningún monumento, ningún edificio, nada que recuerde la presencia africana. Con excepción de la estatua dedicada a Antonio Ruiz, alias Falucho, que representa en su figura a una cantidad de seres anónimos que contribuyeron con nuestra soberanía, y eso que se los discriminaba hasta para ir a la guerra.
ConclusionesEntonces, la presencia negra es un dato de nuestro ser americanos, comencemos pues a darle una valoración positiva. No olvidemos el origen de ciertas manifestaciones artísticas, hoy emblemáticas del folclore nacional for export, no dejemos de lado a quienes contribuyeron con la independencia de las Américas, no mantengamos un lenguaje discriminatorio, menos aún sostengamos preconceptos de raza, que hoy día no tienen ningún sostén.
Desde nuestra perspectiva, el ser negro no es una esencia, sino un producto histórico. Como alguien dijo una vez; antes de la llegada del europeo no había negros en África. La reivindicación de la negritud no es por lo tanto un racismo al revés sino la respuesta, desde la perspectiva de los afectados, al ordenamiento racista y etnocéntrico adoptado por los imperialistas en nuestras tierras. Esta problemática no puede resumirse a un planteo de clase, si bien tampoco es excluyente del mismo, porque como hemos intentado mostrar el problema del racismo tiene su peso histórico propio. Pensemos por ejemplo en la discriminación al “cabecita negra”; no se lo discrimina tan solo por su condición social.
Ahora bien en relación al tema de la identidad, alguien maliciosamente podría preguntarse qué tantas cosas tenemos en común los latinoamericanos. Y afirmar que además no somos tan unidos. Podrá tener algo de razón. Y no pretendemos borrar las diferencias. Son muchos los aspectos compartidos –territorialidad, idioma, etc- y otros tantos, los que nos distinguen. Pero creo que este origen común, el haber padecido la conquista y el esclavismo, constituye una experiencia que marca a fuego nuestra identidad.
Este es un aspecto que fácilmente se ha pasado por alto. Parafraseando a Eduardo Galeano: América Latina tiene todavía sus venas abiertas.
Pablo AzcoagaAsociación Héctor P. AgostiCiclo de Conferencias: Por una política cultural para el MERCOSUR.Bibliografía
Agosti, Héctor, Nación y cultura. Buenos Aires Centro Editor, 1982.
Frigerio, Alejandro, Cultura Negra en el Cono Sur: Representaciones en conflicto. Ediciones de la UCA, Buenos Aires. 2000.
Heguy, Silvina, Un censo para saber más de la comunidad negra en Argentina. Clarín 04/ 08/ 2002.
Moore, Michael, Estúpidos Hombres Blancos, Ediciones B, Barcelona. 2003.
Okon Edet Uya, Historia de la Esclavitud Negra en las Américas y el Caribe, Editorial Claridad, Bs. As. 1989.
Picotti, Dina V. (compiladora) El negro en la Argentina, presencia y negación, Editores de América Latina, Bs. As. 2001.
Picotti, Dina V. La presencia africana en nuestra identidad, Ediciones del Sol, Bs. As. 1998.
Rodríguez Molas, Ricardo “El negro en el río de la plata” en Historia Integral Argentina, Tomo V, “De la Independencia a la Anarquía”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1970.
Revista “Todo es Historia”, nº 393, abril 2000.
[1] Okon Edet Uya (1989: 80), entre otros, señala que hay evidencia arqueológica que indicaría una temprana presencia africana en América en la época precolombina.
[2] Okon Edet Uya (1989: 31)
[3] Alejandro Frigerio es uno de los investigadores que ha estudiado la performance afro en su Cultura Negra en el Cono Sur: representaciones en conflicto.
[4] Agosti, Héctor P. (1982: 34)
[5] En la sesión del 4 de febrero se decide “Que todos los esclavos que de cualquier modo se introduzcan desde ese día, de países extranjeros, queden libres por el solo hecho de pisar el territorio de las Provincias Unidas”. Pero la determinación tiene escasa vigencia. Un vecino poderoso, el Imperio del Brasil, con aproximadamente un millón y medio de esclavos y una producción agrícola sustentada en la mano de obra servil, no ve con buenos ojos aquella intromisión en la propiedad de sus súbditos. La monarquía teme que la legislación abolicionista del Río de la Plata perjudique a los colonos fronterizos y que los esclavos, alentados por la medida, huyan hacia las Provincias Unidas. Y en Buenos Aires, el 29 de diciembre dejan sin efecto lo obrado por la Asamblea a pedido, según lo señalan, de Su Alteza el Príncipe Regente de Portugal, y establecen que “todo esclavo perteneciente a los Estados del Brasil que hubiese fugado o fugase en adelante sea devuelto escrupulosamente a sus amos...”. Días más tarde (21 de enero de 1814) permiten que cualquier viajero que llegue al Río de la Plata introduzca libremente los esclavos que conduce en calidad de sirvientes
[6] Lucía Molina, “El negro en una sociedad pretendidamente blanca” en "Afroamericanos: Buscando raíces, afirmando identidad", serie Aportes para el Debate No. 4. La autora es integrante de la Casa de la Cultura Indo-Afro-Americana de Santa Fe, Argentina.